Una banal y aparentemente intrascendente jugada política de David Cameron se convirtió en una cuestión existencial para Europa.
Publicado en Carta Capital 24-06-2016
El resultado del referendo británico sobre a permanencia (Brestay) o salida (Brexit) del Reino Unido de la Unión Europea provocó un shock en el mundo con la victoria de la campaña por la salida, que acumuló 52% de los votos (17,4 millones contra 16,1 millones).
Entre las víctimas iniciales del Brexit están la libra esterlina, derrumbada a su valor más bajo desde 1986, y el primer-ministro David Cameron, que anunció su renuncia después de seis años en el poder.
La jugada no parecía tan arriesgada en enero de 2013, cuando Cameron, para contentar a los euroescépticos en el propio partido, prometió conquistar mejores condiciones para el país en la organización (Unión Europea) y someter la permanencia a consulta hasta el fin de 2017, en caso de que fuese reelecto en mayo de 2015.
Cameron sobrestimó, no obstante, su influencia. Para Angela Merkel y la mayoría de los líderes europeos, rever el Tratado de Lisboa estaba fuera de toda reflexión, más aún en este período conturbado. Las votaciones y referendos necesarios para alterarlo tendrían resultados imprevisibles y desencadenarían crisis políticas capaces de echar a pique todo el proyecto europeo.
La Unión Europea sólo podía practicar unas pocas concesiones al Reino Unido dentro de las estructuras actuales. Incluso para eso fue preciso presionar a Francia, contraria al otorgamiento de privilegios a Londres. Los países de la Europa Oriental, por su parte, estaban en contra de cualquier restricción a la inmigración y a las remesas de sus ciudadanos en territorio británico.
En febrero, Cameron volvió de Bruselas con ventajas modestas, cuya aprobación dependía en buena parte del Euro-parlamento. Incluso así, marcó el plebiscito para el 23 de junio, por temor al deterioro de la situación de Grecia o al empeoramiento de la cuadro de los refugiados.
La campaña por el Brexit, fue ganando fuerza, apoyada por partidos nacionalistas y xenófobos como el UKIP de Nigel Farage y Neil Hamilton; por conservadores como el ex-alcalde de Londres Boris Johnson y el ministro de Justicia Michael Gove; y por corrientes de la izquierda radical, inclusive el Partido Comunista, o SWP (trotskista) y organizaciones obreras indias y bengalíes.
Las últimas encuestas antes del jueves 16 de junio mostraban una ventaja del 5% al 10%, encima del margen de error, para la salida. En esa fecha, la parlamentaria Jo Cox, contraria al Brexit y conocida por el apoyo a los refugiados e inmigrantes musulmanes, fue asesinada por Tommy Mair, un xenófobo ligado a movimientos neofascistas y racistas británicos, estadounidenses y sudafricanos.
Las encuestas volvieron a registrar empate técnico y el campo del Brexit sufrió una baja importante. La baronesa y ex-ministra conservadora Sayeeda Hussain Warsi, musulmana de origen paquistaní, rompió con la campaña anti-europea por el sesgo xenófobo y racista. Como ella, muchos inmigrantes de ex-colonias británicas de Asia, África y el Caribe antipatizaban con la Unión Europea por privilegiar a los inmigrantes europeos, frecuentemente más racistas que la mayoría de los británicos. La propaganda xenófoba de Farage y Johnson y el crimen de Mair les mostraba que nada podían esperar de bueno de un eventual rompimiento.
Por otro lado, la campaña del Brestay recibió un apoyo, digamos, embarazoso. Sam Bowman, director-ejecutivo del Adam Smith Institute, lobby libertarian que organizó las privatizaciones de Margaret Thatcher y desde entonces asesora las reformas neoliberales británicas, adoptó posición ante el referendo: “Respeto a muchos partidarios del Brexit, pero nunca compartí su entusiasmo por la democracia. Quiero libertad y prosperidad, pero no estoy dispuesto a resignarlas para dar más poder sobre mi vida a mis estúpidos vecinos. Cuando la UE restringe la democracia, es frecuentemente para el bien, al impedir que los gobiernos adopten medidas antiliberales. Hay una pequeña chance de que Jeremy Corbyn (el líder laborista) sea electo y que -bajo el sistema británico- tenga básicamente el poder. La UE limita ese poder, y eso es bueno”.
Mucho se ha escrito sobre las peculiaridades británicas que habrían tornado posible el Brexit, entre ellos la nostalgia del Imperio Británico. Thatcher y su proyecto probablemente habrían naufragado en 1982 si la Guerra de las Malvinas no le hubiese proporcionado sobrevida, al revivir la fantasía imperial, todavía viva en Cameron al creerse capaz de dictar un nuevo tratado a sus 27 socios.
Entretanto, por más que ese pasado pese en la memoria de los viejos, en la arrogancia de los tabloides y en el lenguaje de la campaña, las razones básicas del descontento con la UE son las mismas de otros países. En Grecia, Italia, Francia, España y Suecia, el rechazo popular a las políticas de Bruselas es mayor que en el Reino Unido.
Algunas razones son reaccionarias: el sueño de retornar a un pasado idealizado de grandeza nacional, racismo, egoísmo nacional ante problemas ajenos, y el rechazo a los conceptos europeos de derechos humanos -en nombre de la moral tradicional- y de penas más duras contra el crimen.
Otras razones son de izquierda: en nombre de la “austeridad”, la UE impone la voluntad de tecnócratas no electos por el voto, esto vacía de contenido a la democracia y bloquea a las reformas progresistas para atender al interés de las finanzas y de la gran industria, principalmente la alemana. En tanto que algunas corrientes de la izquierda juzgan posible reformar a la organización, otras la consideran irrecuperable o creen necesario producir un shock como el Brexit para abrir el camino a los cambios reales.
Son cuestiones pertinentes. Sólo los europeístas más doctrinarios niegan el déficit democrático de la Unión Europea, el apartamiento de los electores de las decisiones sobre su destino y la camisa de fuerza impuesta a las políticas sociales y económicas por Bruselas y el Banco Central Europeo. Sólo los liberales más dogmáticos, como aquellos del Adam Smith Institute, no dan valor a la democracia.
La propuesta de romper con la UE apela tanto a la derecha cuanto a la izquierda y no es fácilmente combatida con advertencias sobre la posible caída del PIB o de la cotización de la libra. Más allá de la credibilidad de los economistas, muy dudosa desde la crisis de 2008, muchos británicos podrían pagar un precio para poder recuperar el control sobre el propio destino, así como aceptarían cierta reducción en el patrón de vida para dejar un casamiento, o un empleo tóxicos.
Entretanto, muchos se engañan sobre las consecuencias. La derecha, tiene la ilusión de que la ruptura eliminaría los costos y las obligaciones de integrar a la UE, pero sin afectar los negocios. Esto es falso: los países que están fuera de la organización, como Noruega, precisan acatar la mayoría de sus normas y contribuir financieramente para sus programas, sin tener voto para influenciarlos. El Reino Unido tiene más para perder que la mayoría de sus socios, inclusive el papel central de la City en las finanzas europeas.
Tal vez Escocia e Irlanda del Norte prefieran Bruselas a Londres, como indican los resultados: en Escocia, 62% votó para permanecer en la UE, en tanto que el 55,8% de los nor-irlandeses también votó para quedarse.
Inmediatamente después del anuncio del resultado, el vice-primer ministro de Irlanda del Norte, Martin Mc Guinness, solicitó la realización de un referendo para la reunificación con Irlanda. Al mismo tiempo, la primera-ministra de Escocia, Nicola Sturgeon, anunció que su gobierno ya está realizando los preparativos para realizar un nuevo referendo de independencia – en 2014, la permanencia en el Reino Unido ganó la disputa por 55,3% de los votos. “[El Brexit] es una mudanza material significativa en las circunstancias”, dice Sturgeon.
A la izquierda, la ilusión es que la salida abriría el camino a la social-democracia. En el Reino Unido, que no pertenece a la Zona del Euro, el desmantelamiento del bienestar social es obra más de la política nacional que de las exigencias de Bruselas. El Brexit sería una victoria del ala más regresiva y chauvinista del Partido Conservador, unida a los xenófobos del UKIP. El resultado más probable sería la expulsión de inmigrantes, la privatización del sistema de salud, salarios aún más bajos y el traslado de las fábricas inglesas para Malasia, en vez de Eslovaquia o Polonia.
Una vez más, la derecha populista se apropiaría de la revuelta de las masas para direccionarla en favor de un sector de la elite. Por otro lado, el Brestay sería interpretado como un voto de confianza a las políticas neoliberales y antidemocráticas de Bruselas y prolongaría la sensación de parálisis y falta de alternativa.
Se trata de una elección entre la inmovilidad y lo imponderable, pues la ruptura puede desatar el crecimiento incontrolable de movimientos antieuropeos como el Frente Nacional francés, la Alternativa para Alemania y el Movimiento Cinco Estrellas de Italia, la exigencia de nuevos referendos y la desintegración del euro y de la Unión Europea, con consecuencias imprevisibles para la economía y el equilibrio geopolítico de todo el mundo.
Traducción Amersur