Según George Monbiot, el fantasma neoliberal aún camina. El neoliberalismo es responsable de una variedad de crisis: colapso financiero de 2007-2008; desplazamiento del poder para el exterior (Panama Papers es un indicio); lento colapso de la salud y educación públicas; y del colapso de los ecosistemas.
George Monbiot*, The Guardian
Imagine si el pueblo de la Unión Soviética nunca hubiese oído hablar de comunismo. La ideología que domina nuestras vidas no tiene, para la mayoría de nosotros, nombre alguno. Cuando uno lo menciona en una conversación es recompensado con un encoger de hombros. Incluso si sus oyentes hubiesen escuchado el término antes, será una lucha que consigan definirlo. Neoliberalismo: ¿usted sabe lo que es?
Su anonimato es tanto un síntoma cuanto causa de su poder. El neoliberalismo desempeñó un papel importante en una variedad notable de crisis: el colapso financiero de 2007-2008, la evasión de riqueza y el desplazamiento de poder para el exterior (de los cuales los Panama Papers nos ofrecen apenas un indicio), el lento colapso de la salud pública y la educación, el resurgimiento de la pobreza infantil, la epidemia de soledad, el colapso de los ecosistemas, la ascensión de Donald Trump. Pero nosotros reaccionamos a esas crisis como si ellas surgiesen de forma aislada, aparentemente descuidados de que ellas fueron todas catalizadas o agravadas por la misma corriente de filosofía; una filosofía que tiene – o tenía – un nombre. ¿Qué poder mayor puede haber que operar anónimamente? El neoliberalismo se expandió de tal forma que raramente lo percibamos como una ideología. Parece que aceptamos la proposición de que esta utopía, esa fe milenaria, describe una fuerza neutra; una especie de ley biológica, como la Teoría de la Evolución de Darwin. Pero esta filosofía surgió como una tentativa consciente de remodelar la vida humana y alterar el foro de poder.
Ella percibe a la competencia como la característica definidora de las relaciones humanas. Ella redefine a los ciudadanos como consumidores, cuyas elecciones democráticas son mejor ejercidas por la compra y venta, un proceso que premia el mérito y pune la ineficiencia. Ella sustenta que “el mercado” proporciona beneficios que nunca podrían ser alcanzados por el planeamiento [estatal].
Las tentativas de limitar la competición son tratadas como enemigas de la libertad. Los impuestos y las regulaciones deben ser minimizados, los servicios públicos deben ser privatizados. Las organizaciones del trabajo y las negociaciones colectivas de los sindicatos son retratadas como distorsiones del mercado que impiden la formación de una jerarquía natural de vencedores y perdedores. La desigualdad es percibida como algo virtuoso. Los esfuerzos para crear una sociedad más igualitaria son contraproducentes y moralmente corrosivos. El mercado garante que todos reciban lo que merecen.
Nosotros internalizamos y reproducimos sus creencias. Los ricos se convencen de que adquirirán su riqueza a través del mérito, ignorando las ventajas – como educación, herencia y clase [social] – que pueden haber ayudado a retenerla. Los pobres comienzan a culparse por sus fracasos, incluso cuando pueden hacer poco para mudar sus circunstancias.
No importa el desempleo estructural: si usted no tiene un trabajo es porque no tiene iniciativa. No importan los costos imposibles de vivienda: si su tarjeta de crédito está en el límite, usted es un irresponsable y negligente. No importa que sus hijos no tengan un campo de deportes en la escuela: si ellos se vuelven gordos, la culpa es suya. En un mundo gobernado por la competencia, aquellos que se quedan atrás son considerados y autodefinidos como perdedores.
Como resultados, documentados por Paul Verhaeghe en su libro What About Me?, están las epidemias de autoagresión, disturbios alimentarios, depresión, soledad, ansiedad por desempeño y fobia social. Tal vez no sorprenda que la Gran Bretaña, en la que la ideología neoliberal ha sido más rigurosamente aplicada, sea la capital de la soledad en Europa. Somos todos neoliberales ahora.
El término neoliberalismo fue acuñado en una reunión en Paris, en 1938. Entre los delegados estaban dos hombres que llegaron a definir la ideología, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek. Ambos exiliados de Austria, percibían a la social-democracia, ejemplificada por el New Deal de Franklin Roosevelt y el gradual desarrollo del Estado del bienestar en Gran Bretaña, como manifestación de un colectivismo que ocupaba el mismo espectro que el nazismo y comunismo.
En El Camino de la Servidumbre, publicado en 1944, Hayek argumentaba que el planeamiento gubernamental, aplastando el individualismo, llevaría inexorablemente al control totalitario. Como Burocracia, libro de Mises, El Camino de la Servidumbre fue ampliamente leído. El llamó la atención de algunas personas muy ricas, que vieron en la filosofía neoliberal una oportunidad de liberarse de la regulación y de los impuestos. Cuando, en 1947, Hayek fundó la primera organización que iría a diseminar la doctrina del neoliberalismo – Sociedad Mont Pelerin – fue apoyado financieramente por millonarios y sus fundaciones.
Con la ayuda de estos, Hayek comenzó a crear lo que Daniel Stedman Jones describe en Maestros del Universo como “una especie de Internacional neoliberal”: una red transatlántica de académicos, empresarios, periodistas y activistas. Los ricos apoyadores del movimiento financiaron una serie de think tanks que promovieron y refinaron la ideología. Entre ellos estaban la American Enterprise Institute, la Heritage Foundation, el Cato Institute, el Instituto de Asuntos Económicos, el Centro de Estudios Políticos y el Adam Smith Institute. Ellos también financiaron departamentos y puestos académicos, especialmente en las universidades de Chicago y Virginia.
À medida que evolucionaba, el neoliberalismo se volvió más notorio. La visión de Hayek de que los gobiernos deberían regular la competencia para evitar la formación de monopolios dio lugar – entre los apóstoles norteamericanos, como Milton Friedman – a la creencia de que el poder del monopolio podría ser visto como una recompensa por la eficiencia.
Otra cosa aconteció durante esa transición: el movimiento perdió su nombre. En 1951, Friedman estaba feliz por intitularse como un neoliberal. Pero luego, después de eso, el término comenzó a desaparecer. Más extraño aún, incluso con la ideología tornándose más nítida y el movimiento más coherente, el nombre perdido no fue sustituido por cualquier alternativa común.
Al inicio, a pesar del financiamiento generoso, el neoliberalismo permaneció en los márgenes. El consenso de la post-guerra fue casi universal: las recetas económicas de John Maynard Keynes fueron ampliamente aplicadas, el pleno empleo y la reducción de la pobreza eran objetivos comunes en los EUA y en gran parte de Europa Occidental, los techos de impuestos fueron elevados y los gobiernos procuraban resultados sociales sin condicionamientos, desenvolviendo nuevos servicios públicos y redes de seguridad.
Pero en la década de 1970, cuando las políticas keynesianas comenzaron a desmoronarse y las crisis económicas alcanzaron a ambos lados del Atlántico, las ideas neoliberales comenzaron a penetrar el mainstream. Como observó Friedman, “cuando llegó el momento en que usted tenía que cambiar… había una alternativa pronta allí para ser tomada”. Con la ayuda de periodistas, simpatizantes y asesores políticos, elementos del neoliberalismo, especialmente sus recetas para la política monetaria, fueron adoptadas por la administración de Jimmy Carter, en los EUA, y por el gobierno de Jim Callaghan, en Gran Bretaña.
Después que Margaret Thatcher y Ronald Reagan asumieron el poder, el resto del paquete fue aplicado: recortes masivos de impuestos para los ricos, el ahogo de los sindicatos, la desregulación, privatización, la tercerización y la competencia en los servicios públicos. Por medio del FMI, del Banco Mundial, del Tratado de Maastricht y de la Organización Mundial de Comercio, las políticas neoliberales fueron impuestas – muchas veces sin el consentimiento democrático – en gran parte del mundo. Lo más notable fue su adopción por los partidos que pertenecieron a la izquierda: el Laborista [en la Inglaterra] y los Demócratas [en los EUA], por ejemplo. Como Stedman Jones observa, “es difícil pensar en otra utopía que haya sido tan plenamente puesta en práctica.”
Puede parecer extraño que una doctrina que promete decisión y libertad pueda haber sido promovida con el slogan “no hay alternativa”. Pero, como Hayek observó en una visita al Chile de Pinochet, una de las primeras naciones en que el programa fue ampliamente aplicado: ” mi preferencia personal se inclina por una dictadura liberal antes que por un gobierno democrático desprovisto de liberalismo”. La libertad que el neoliberalismo ofrece, que suena tan seductora cuando se expresa en términos generales, acaba por significar libertad para los tiburones, no para los pequeños peces.
Libre de sindicatos y de negociación colectiva significa libertad para suprimir salarios. Libre de reglamentación significa la libertad de envenenar los ríos, poner trabajadores en riesgo, cobrar tasas de interés inicuas y crear instrumentos financieros exóticos. Libre de impuestos significa la libertad de escapar de la distribución de la riqueza que saca a las personas de la pobreza.
Como Naomi Klein documenta en su libro La Doctrina del Choque, los teóricos neoliberales defienden el uso de la crisis para imponer políticas impopulares, en cuanto las personas están distraídas. Por ejemplo, inmediatamente después del golpe de Pinochet, en la Guerra de Irak, cuando acontece el huracán Katrina, al que Friedman describió como “una oportunidad para reformar radicalmente el sistema educacional” en Nueva Orleans.
Donde las políticas neoliberales no pueden ser impuestas localmente, ellas son impuestas desde afuera, por medio de tratados comerciales en los cuales están incorporadas “soluciones de disputas inversor-Estado”: foros internacionales en que las empresas pueden presionar por la remoción de protecciones sociales y ambientales. Asimismo cuando los parlamentos votan leyes para restringir las ventas de cigarrillos; o para proteger el abastecimiento de agua en zonas donde operan empresas mineras; o para congelar cuentas de energía; o impedir que las compañías farmacéuticas se aprovechen del Estado, las empresas afectadas promueven procesos arbitrales, muchas veces con éxito. En estos casos la democracia es reducida a una ficción o representación teatral.
Otra paradoja del neoliberalismo es que la competencia universal depende de la cuantificación universal y la comparación. El resultado es que trabajadores, candidatos a empleo y servicios públicos de todo tipo están sujetos a un régimen de sutileza opresiva de evaluación y monitoreo, concebido para identificar a los vencedores y punir a los perdedores. La doctrina que Von Mises propone para liberarnos de la pesadilla burocrática del planeamiento central en vez de eso creó otra.
El neoliberalismo no fue concebido como una oportunidad de hacer bien a los demás, pero rápidamente se tornó una. El crecimiento económico ha sido marcadamente más lento en la era neoliberal (desde 1980 en Gran Bretaña y en los EUA) de lo que era en las décadas anteriores; pero no para los muy ricos. La desigualdad en la distribución del ingreso y la riqueza, después de los años 60, subió rápidamente debido al aplastamiento de los sindicatos, reducciones de impuestos, aumento de los alquileres, privatización y desreglamentación.
La privatización o mercantilización de los servicios públicos, como la energía, agua, trenes, salud, educación, rutas y prisiones permitió que empresas montasen cabinas de peaje en frente a bienes esenciales y cobrasen rentabilidad económica por su utilización, sea por los ciudadanos o por el gobierno. Rentabilidad económica es otro término para rendimientos de capital. Cuando usted paga un precio exagerado por un billete de tren, apenas una parte de la tarifa compensa a los operadores por el dinero gastado en combustible, salarios, locomotoras y otros gastos. El resto refleja el hecho de que usted no tiene alternativa alguna.
Aquellos que poseen y administran servicios privatizados o semiprivatizados en el Reino Unido hacen fortunas estupendas invirtiendo poco y cobrando mucho. En Rusia e India, oligarcas adquirieron bienes del Estado por medio de liquidación de saldos. En México, Carlos Slim consiguió el control de casi todos los servicios de telefonía fija y celular y luego se tornó el hombre más rico del mundo.
La financiarización, como Andrew Sayer observa en Why We Can’t Afford the Rich, tuvo un impacto similar. “Como la rentabilidad económica”, argumenta él, “los intereses son… rendimientos de capital que revierten sin cualquier esfuerzo”. Como los pobres quedan cada vez más pobres y los ricos se tornan más ricos, estos aumentan su control sobre otro activo crucial: el dinero. Los pagos de intereses, predominantemente, son una transferencia de dinero de los pobres para los ricos. Como los precios de los inmuebles y la retirada de financiamiento por el Estado sobrecargan a las personas con deudas (piense en la transformación de las becas de estudio en empréstitos estudiantiles), los bancos y sus ejecutivos se hacen una fiesta.
Sayer argumenta que las últimas cuatro décadas se han caracterizado por una transferencia de riqueza no sólo de los pobres para los ricos, sino dentro de las filas de los ricos: desde aquellos que hacen su dinero por medio de la producción de nuevos bienes o servicios para aquellos que hacen su dinero controlando activos ya existentes y cogiendo rentabilidad económica, intereses o utilidades del capital. Rendimientos del trabajo fueron suplantados por rentas del capital.
Las políticas neoliberales están en todos los lugares arruinados por fallas del mercado. No sólo los bancos son grandes para quebrar, también las corporaciones que ahora son responsables por la prestación de servicios públicos. Como Tony Judt apuntó en Ill Fares the Land, Hayek se olvidó de que los servicios nacionales vitales no pueden entrar en colapso, lo que significa que la competencia no se aplica. Las compañías reciben las ganancias, el Estado se queda con los riesgos.
Cuanto mayor el fracaso, la ideología se vuelve más extremista. Los gobiernos usan las crisis neoliberales tanto como disculpa como oportunidad para cortar impuestos, privatizar servicios públicos aún existentes, crear fracturas, agujeros en la red de seguridad social, desreglamentar a las corporaciones y re-regular a los ciudadanos. El Estado que se auto-detesta, ahora hunde sus dientes en todos los órganos del sector público.
Tal vez el impacto más peligroso del neoliberalismo no sea la crisis económica que ha causado, sino la crisis política. Como el poder del Estado es reducido, nuestra capacidad de mudar el rumbo de nuestras vidas a través de la votación también se contrae. En vez de eso, la teoría neoliberal afirma que las personas pueden ejercer elección o preferencia a través del consumo. Pero algunos tienen más dinero para gastar que otros: en esta gran democracia del consumidor o del accionista los votos no son igualmente distribuidos. El resultado es una pérdida de poder de los pobres y la clase media. Como tantos partidos de derecha cuanto ex-partidos de izquierda adoptan políticas neoliberales semejantes, la pérdida de poder se transforma en privación de derechos. Un gran número de personas fue descartado de la política.
Chris Hedges afirma que “movimientos fascistas montan su base no en los políticamente activos, sino en los políticamente inactivos, los ‘perdedores’ que sienten, muchas veces correctamente, que no tienen voz o papel a desempeñar en el campo político”. Cuando el debate político no nos habla a nosotros, las personas pasan entonces a responder a slogans, símbolos y sensaciones. Para los admiradores de Trump, por ejemplo, hechos y argumentos parecen irrelevantes.
Judt explicó que cuando el grueso tejido de interacciones entre personas y el Estado fue reducido a nada, sólo a la autoridad y a la obediencia, la única fuerza restante que nos une es el poder [coercitivo] del Estado. El totalitarismo que Hayek temía, es más probable que emerja cuando los gobiernos, habiendo perdido la autoridad moral que surge a partir de la prestación de servicios públicos, son reducidos a “manipulación, amenaza y, finalmente, coacción de las personas para que le obedezcan.”
Tal cual el comunismo, el neoliberalismo es el Dios que fracasó. Pero la doctrina-fantasma se perpetúa y una de las razones es su anonimato. O mejor, un conjunto de anonimatos.
La doctrina invisible de la mano invisible es promovida por sostenedores invisibles. Lentamente, muy lentamente, comenzamos a descubrir los nombres de algunos de ellos. Hoy sabemos que el Institute of Economic Affairs, que vehementemente debatió contra una mayor reglamentación de la industria del tabaco, ha sido secretamente financiado por la British American Tobacco desde 1963. Nosotros descubrimos que Charles y David Koch, dos de los hombres más ricos del mundo, fundaron el instituto que creó el movimiento Tea Party. Nosotros descubrimos que Charles Koch, en la creación de uno de sus think tanks observó que, “a fin de evitar críticas indeseables, la forma como la organización es controlada y dirigida no debe ser ampliamente divulgada.”
Las palabras usadas por el neoliberalismo muchas veces esconden más de lo que esclarecen. “El mercado” suena como un sistema natural que puede actuar sobre nosotros igualmente, como la gravedad o la presión atmosférica. Pero está repleta de relaciones de poder. Lo que “el mercado quiere” tiende a significar lo que las corporaciones y sus patrones quieren. “Inversión”, como Sayer observa, significa dos cosas completamente diferentes. Una es el financiamiento de actividades productivas y socialmente útiles, y otra es la compra de activos existentes para exprimir la rentabilidad económica, intereses, dividendos y ganancias del capital. Usar la misma palabra para diferentes actividades “esconde las fuentes de riqueza”, llevándonos a confundir extractivismo de la riqueza con la creación de riqueza.
Un siglo atrás, los nuevos-ricos fueron ridiculizados por aquellos que habían heredado su dinero. Los empresarios procuraban aceptación social haciéndose pasar por rentistas. Hoy, la relación se invierte: los rentistas y herederos se denominan empresarios. Ellos afirman haber trabajado por sus rendimientos de capital.
Esos anonimatos y confusiones se enredan con la falta de nombre y pertenencia del capitalismo moderno: el modelo de franquicia que garante que los trabajadores no sepan para quién trabajan; empresas registradas a través de una red de regímenes de secreto offshore tan compleja que hasta incluso la policía no consigue descubrir a los beneficiarios; un régimen fiscal que trampea a los gobiernos; productos financieros que ninguno entiende.
El anonimato del neoliberalismo está fuertemente guardado. Aquellos que son influenciados por Hayek, Mises y Friedman tienden a rechazar el término, diciendo – con alguna justicia – que hoy es usado sólo peyorativamente. Pero ellos no nos ofrecen ningún sustituto. Algunos se describen como liberales clásicos o libertarios, pero esas descripciones son tanto engañosas cuanto curiosamente humildes, como si ellas sugiriesen que no hay nada de nuevo sobre El Camino de la Servidumbre, Burocracia o el clásico de Friedman, Capitalismo y Libertad.
Por todo eso, hay algo admirable sobre el proyecto neoliberal, por lo menos en sus estadios iniciales. Era una filosofía distinta, innovadora y promovida por una red coherente de pensadores y activistas con un plan claro de acción. Ella fue paciente y persistente. El Camino de la Servidumbre se volvió la ruta para llegar al poder.
La victoria del neoliberalismo también refleja el fracaso de las izquierdas. Cuando el laissez-faire llevó a la catástrofe de 1929, Keynes concibió una teoría económica abarcadora para substituirlo. Cuando el gerenciamiento keynesiano de la demanda llegó al límite en los años 1970, había una alternativa preparada. Pero cuando el neoliberalismo se deshizo en 2008, había… nada. Es por eso que el fantasma neoliberal aún camina. La izquierda y el centro no produjeron ningún nuevo pensamiento económico en los últimos 80 años.
Cada invocación a lord Keynes es una admisión de fracaso. Proponer soluciones keynesianas a las crisis del siglo 21 es ignorar tres problemas obvios. Es difícil movilizar a las personas en torno de viejas ideas; las fallas expuestas en la década de 1970 no desaparecieron; y, más importante, ellas no tienen nada que decir sobre nuestra situación más grave: la crisis ambiental. El keynesianismo funciona estimulando a la demanda para promover el crecimiento económico. La demanda de los consumidores y el crecimiento económico son los motores de la destrucción ambiental.
Lo que la historia de ambos, el keynesianismo y el neoliberalismo, muestra es que no son suficientes para oponerse a un sistema fallido. Una alternativa coherente tiene que ser propuesta. Para los Laboristas y los Demócratas y la izquierda en general, la tarea central debería ser el de desenvolver un Programa Apolo [programa norte-americano que llevó al hombre a la Luna] en la economía, una tentativa consciente de crear un nuevo sistema, adaptado a las exigencias del siglo 21.
*Es autor de los libros The Age of Consent; A Manifesto for a New World Order ; y Captive State: The Corporate Takeover of Britain. Este artículo es de su Nuevo trabajo o libro How Did We Get into This Mess?
Traducido al portugués por Douglas Portari y al español por Amersur
Publicado en Cartamaior 26-04-2016