En una época de estancamiento económico y aumento de la desigualdad social, el populismo reaccionario se vuelve tentador y peligroso.
Publicado en Carta Capital 21-10-2016
Las repeticiones del cliché “la globalización es irreversible”, mantra de los años 1990, se pueden encontrar a millares a través de una rápida pesquisa por Google. Incluso sus críticos reunidos en el Fórum Social Mundial rechazaban ser calificados de “antiglobalización” y manifestaban buscar una “mundialización alternativa”. Hoy, pese a que el término “desglobalización” gana cada vez más espacio, no como consecuencia temporaria de un accidente de su recorrido, como la crisis del 2008, sino como una fuerza asertiva y tal vez de largo plazo.
El Brexit de junio hizo sonar la señal de alarma, pero la tendencia es general, como muestra el rechazo de los dos principales candidatos presidenciales de los Estados Unidos al Tratado Transpacífico; a la ascensión de la xenofobia y de los populismos reaccionarios en la Unión Europea; y al nacionalismo en Rusia, Japón, Turquía y Filipinas.
La propia China, cuya apertura estimuló el crecimiento mundial por mucho tiempo, entró en un nuevo ciclo, comienza a volcarse de nuevo hacia dentro, prioriza el consumo y la inversión interna y valoriza el legado del maoísmo.
El volumen del comercio internacional fue equivalente al 25% del producto mundial bruto en los años 1960; 32% en los años 1970; 38% en los años 1980; 43% en los años 1990; 55% en los años 2000; y 60% en la primera década del nuevo siglo (2010). Pero en el 2016, el comercio internacional debe crecer menos que la economía mundial (1,7% ante 2,2%) sin ningún evento catastrófico que lo justifique.
En las últimas décadas, eso sólo había acontecido dos veces, en 1982 como consecuencia del aumento de la tasa de interés del presidente de la Reserva Federal Paul Volcker, y en el 2001 con el estallido de la burbuja especulativa de las puntocom y los atentados del 11 de Septiembre.
Según la Organización Mundial de Comercio, la desaceleración de los intercambios se debe en un 75% a la caída de la inversión internacional (por ejemplo, menos capital occidental en industrias chinas) y el restante 25 % al crecimiento del proteccionismo. Las tarifas sobre el comercio internacional habían caído continuamente desde 1985 al 2008, pero luego de la crisis financiera se estabilizaron y en los últimos dos años, las sobretasas y otras barreras comerciales volvieron a aumentar. El fenómeno es anterior a los eventos políticos de este año, que, probablemente, lo reforzarán.
La cuestión de fondo es la percepción de que, a pesar de los Smart-phones, robots y vehículos autónomos, del Uber y del Airbnb, la productividad de las economías más avanzadas crece muy poco o nada, el desempleo aumenta, la población envejece y un estancamiento secular se consolida.
Si los países pobres aún tienen espacio para aumentar su productividad por la absorción de las tecnologías industriales existentes, ellos son percibidos como una competencia desleal. Si sufren una guerra o el caos y expulsan migrantes, son vistos como una amenaza aún mayor.
Para que tenga aceptación la fe inconmovible de los economistas liberales en la teoría de las ventajas comparativas y el amor de los gurús de la administración y de la autoayuda por la ideología del “juego del gana-gana”, dependen de una percepción, si no de la abundancia concreta, al menos de las expectativas de crecimiento a largo plazo. Si estas expectativas faltan, la economía es percibida como un juego de suma cero, en el que cada uno intenta salvar su propio patrón de vida a costa de los demás. Los analistas del mercado financiero, después de sobrevivir a uno o dos ciclos con el mercado en alza, descubren que todo el mundo es un genio, pero cuando el mercado cae, alientan la ley de la selva.
El propio capitalismo depende de una perspectiva de crecimiento. En la Edad Media, el estancamiento secular era la norma y los intereses eran la mera usura. Como explicaba Santo Tomás de Aquino, al contrario de un rebaño o de una tierra arrendada, el dinero no daba frutos.
Eso mudó un poco cuando el capitalismo dejó de ser un fenómeno marginal, más o menos tolerado, y comenzó a moldear a la economía, a la política y al pensamiento. Teoría crítica aparte, desde el punto de vista del capitalista, el dinero parece fructificar y la perspectiva del crecimiento justifica todo el sistema, comenzando por las tasas de interés.
Durante los siglos XVII a XIX, no se divisaban límites al crecimiento, pues la nueva sociedad se expandía por la conquista de un mundo en su mayor parte pre-capitalista. Sólo al fin del siglo XIX, cuando eran completados el reparto de África y el sometimiento de China, la cuestión comenzó a ser percibida. “Pienso en las estrellas que vemos a la noche, esos vastos mundos que jamás podremos alcanzar. Yo anexaría a los planetas si pudiese. Me entristece verlos tan claramente y al mismo tiempo tan distantes”, se lamentaba el colonialista Cecil Rhodes en 1895.
Teóricos marxistas radicales, como Rosa Luxemburgo y Vladimir Lenin, presumieron que el fin de las conquistas coloniales era el preanuncio del estancamiento económico y el fin del capitalismo, después del cual advendría “el socialismo o la barbarie”. Esos vaticinios se precipitaron, pero a la sombra de la Primera Guerra Mundial y de las crisis de los años 1920 y 1930, cuando todavía sonaban admisibles.
Fue preciso el shock de la Segunda Guerra Mundial y el desafío soviético para lanzar un nuevo ciclo de crecimiento, basado menos en el crecimiento físico del capital industrial y más en el aumento intensivo de la productividad y el consumo, gracias a la aplicación sistemática de la ciencia a la producción, al crecimiento demográfico y a la inclusión de los trabajadores al consumo del ocio y de los bienes durables, transformándolos en “clase media” desde el punto de vista del marketing. El espejismo del crecimiento ilimitado se volvió un dogma tan sólido como el del Juicio Final en la Edad Media y con las misiones Apolo, hasta la aspiración de anexar a otros planetas pareció menos absurdo.
El colapso de la Unión Soviética, la conversión parcial de China a la economía de mercado y las privatizaciones de los años 1990, reforzaron la ilusión y reabrieron al capital los pocos espacios que hasta entonces les habían sido negados. Esto estimuló a las elites a vulnerar los pactos sociales de los años dorados.
Las innovaciones de la informática inspiraron la fe en un crecimiento no sólo infinito, sino cada vez más rápido. Sus apóstolos más fervorosos profetizaban un crecimiento de diez veces en el valor de las acciones hasta el 2020 (“Dow 100.000”), la cuarta revolución industrial y la “singularidad”, de un salto inconcebible en el desarrollo, a partir de los años 2030 ó 2040.
En vez de eso, el cambio de milenio trajo la austeridad y la asfixia del consumo y la inversión. Si bien el aumento de los ingresos y patrimonios de los más ricos y el agravamiento de la desigualdad social no implicaba el empobrecimiento absoluto de los trabajadores, el mantenimiento de un bajo crecimiento económico significaba para éstos últimos desempleo y salarios más bajos. El “populismo”, que para los neoliberales es sinónimo de cualquier tesis alternativa al liberalismo, se vuelve inevitable. Ante la falta de una izquierda radical consistente, sólo resta el populismo de derecha.
Con la crisis financiera, las naciones ricas se atascaron en el mismo pantano de estancamiento crónico en el cual Japón está aprisionado desde fines de los años 1980. Aún más importante, es el deterioro ambiental, el cambio climático y la extinción de especies que alcanzaron niveles que no pueden ser ignorados.
Aún si las trabas sociales y financieras se puedan superar, estará el límite de la biosfera. Sueños como la sustitución total de los combustibles fósiles por fuentes renovables de energía y el reciclaje total de las materias primas son necesarios no para el crecimiento, sino para la construcción de un camino para la sobrevivencia más allá de una o dos generaciones. Es preciso correr para quedarse en el mismo lugar.
El mundo económico no es plano, sino finito y la orilla no está lejos. Puede (o debería) haber espacio para que los países pobres alcancen la calidad de vida de las naciones más afortunadas, pero no para un crecimiento ilimitado. En esas condiciones, las expectativas que sustentan la lógica del capitalismo neoliberal pierden credibilidad.
¿Cómo justificar la propia existencia de los intereses y los cálculos de valor presente sin expectativa de crecimiento? Hoy, el hecho de que la mayoría de los países ricos tenga una tasa de interés real (y hasta nominal) nula o negativa, con una inflación baja, es vista como una anomalía temporaria, pero tal vez sea apenas la nueva normalidad. Anormal es esperar que, en esas condiciones, la economía y la política continúen funcionando como antes.
Un mundo sin crecimiento es un mundo en el cual se vuelve sentido común que sólo es posible progresar (si no apenas sobrevivir) a costa de otros. Se pueden esperar presiones crecientes por la protección de los productos, empleos y empresas locales y para bloquear el movimiento de los inmigrantes. Sin estas medidas, se vuelve aún más difícil sustentar lo que resta del Estado social, principalmente en las naciones en vías de envejecimiento. Los conflictos internacionales se volverán cada vez más intensos y difíciles de moderar. La lucha de clases se vuelve más explícita y, eventualmente, servirá de pretexto a los regímenes más autoritarios.
Los EUA, que en los años 1940 tenían interés en liquidar al fascismo y en desbloquear el crecimiento mundial para enfrentar al comunismo, ahora son apenas una potencia que intenta garantizar primero su plato de comida. Tampoco tiene respuesta a la cuestión ecológica.
Ya vimos este filme antes, pero esta vez la caballería está del otro lado y es inútil pedir socorro a los indios, pues ellos no saben cómo sobrevivir en un mundo como el que estamos creando. La perorata de Slavoj Zizek em 2011, “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, deja de referirse a la ficción y gana connotaciones cada vez más siniestras.
*Reportagem publicada originalmente na edição 924 de CartaCapital, com o título “A era da desglobalização”
Traducción AmerSur